martes, 21 de diciembre de 2010

Fábula de la libertad

Pero no había conocido más que su jaula, y el intenso y húmedo olor a azufre y sal de los humanos empezaba a desconcertarle menos que antes y ya no le aturdía como en los tiempos en que tiritaba bajo el serrín y se aferraba a los blancos barrotes, intentando roerlos con los dientes. Alguna vez le sacaban y lo tenían de un lado a otro. Pero ¡Qué confortable le parecía entonces su jaula, lejos de aquellos seres que le manoseaban, le apretaban el abdomen, le hacían crujir los huesos!

Al cabo de mucho tiempo llegó ella.

No fue fácil. Había pasado tanto tiempo solo que apenas recordaba ya el aroma de su propia piel, el tacto de su propia madre cuando se amamantaba. Se alejó. Ella roía los barrotes de la jaula, intentaba escalar por la rueda que le habían puesto. Pasó mucho tiempo aturdida por el intenso y húmedo olor a azufre y a sal de los humanos. El la miraba extrañado desde su rincón, junto al almacén de pipas y frutos secos que había conseguido reunir en tanto tiempo. La miraba arrugando la nariz, temeroso. Ella en algunas ocasiones se acercaba, y entonces él corría alrededor de la jaula, inquieto de tenerla tan cerca.

Y sin embargo, en el fondo sabía que acabarían uniéndose, que tendrían una camada. Que les quitarían a los hijos como hicieron con él cuando lo separaron de su madre y le metieron en aquella jaula. Les quitarían a los hijos y acabarían solos en otras jaulas,muy lejos unos de otros, olvidados del mundo. Y que allí procrearían y tendrían nuevas camadas que serían a su vez separadas de sus progenitores y aislados de nuevo, de nuevo encerrados entre blancos barrotes y así sucesivamente en un mundo eterno e infinito de jaulas y cada vez más jaulas.

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