miércoles, 3 de noviembre de 2010

Asuntos personales

Recuerdo que aquella tarde de lluvia llegué a casa con bastante más retraso de lo habitual. En la redacción del periódico estábamos preparando un dossier especial sobre el primer año de gobierno del gobernador McCallahan. Hellen estaba por aquel entonces renegociando hipotecas en su oficina de Dorado Street y no vendría hasta más tarde. Me enfrenté con la casa vacía, acostumbrado ya por tantos años sin John, y sin las niñas. En lugar de la música estridente, de las risas, las correrías por la escalera, me encontraba con el silencio más profundo, la oscuridad de una casa vacía al llegar la noche. Y en la oscuridad solo restallaba el piloto rojo del contestador, parpadeando incansable. La voz entrecortada de John -oh, Dios, cuanto tiempo sin saber de él- temblaba de miedo, de desesperación, de angustia. Después de todo lo que habíamos pasado por él, por la manera en que rompió nuestra familia en pedazos, después de todo eso, su voz volvía a sonar en el contestador y sentí que de nuevo me venía a la conciencia su presencia. Sería tarde ya para ayudarlo. Destrozó la confianza que pusimos cien veces en que algún día maduraría, se desharía de sus compañías, de su vida infeliz... Volví a presionar la tecla indicada para escuchar su voz, y así cinco o seis veces más. Luego me senté en el sillón, pesaroso, sintiendo el eco de sus palabras en mi mente: “me van a matar, de alguna manera tengo que llegar a California” La noche siguiente seguí escuchando en la cabeza su voz en el contestador. Otra vez estaba sentado en un sillón, otra vez en la oscuridad, pero aquello ya no era mi casa, si no el triste hotel en el que había conseguido citarme con mi malogrado hijo. Tras las ventanas se veían las luces de la ciudad, allá a lo lejos, en la noche oscura. Las Vegas estaba radiante como siempre, ruidosa, iluminada por millones de bombillas bajo el cielo del desierto. “¿Crees que podrás estar allí hacia las doce?” Me preguntó John por el teléfono. Había descubierto su número simplemente llamando al servicio de registro de llamadas de mi compañía. Ahora lo esperaba y no sabía qué podía pasar, que peligros le acechaban, pero por si acaso me había llevado la pistola que guardaba desde hace tanto tiempo en el altillo del armario, la misma que figura en el expediente policial. Esa pistola... cuando abrí la puerta y vi a mi hijo con la cara descompuesta, la sangre manándole de la ceja y de la nariz, aguantado apenas en pie por aquellos dos hombres de aspecto turbio... supe que tendría que usarla

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