domingo, 16 de mayo de 2010

Chantal

La carretera, larga, estrecha y mal asfaltada, atraviesa un erial pedregoso, manchado de arbustos aquí y allá, un lugar parduzco perdido en la nada. A esa hora se enciende el neón gastado del club y con esfuerzo van perfilándose las letras en color rojo: Glady's. Todavía no es de noche pero en el perfil del horizonte asoma una franja de oscuridad. A lo lejos se divisa el perfil de la ciudad. La luz del atardecer se remansa sobre el abandono en que aparece todo aquello: las cajas de botellines de refrescos apiladas en un lateral del edificio, la azotea del club donde aparecen ssábanas colgadas a secar, una caseta de perro sin perro, un viejo Renault 21 blanco aparcado un poco lejos de la puerta.

Chantal corre, con el pelo revuelto, en dirección a la ciudad. Lleva un vestido rojo excesivamente corto. Se gira constantemente, pero sabe que él no la va a seguir. Eso es lo que más le asusta.

La puerta del club está forrada de terciopelo rojo ya muy raido por el sol y el viento. El picaporte es una gran barra dorada. En el suelo la moqueta quemada por cigarros, desgastada de tanto taconeo de acá para allá. Un fuerte olor a ambientador impregna el ambiente a aquellas horas.


Aquel hombre llevaba una camiseta imperio mostrando los fuertes brazos con sus tatuajes carcelarios. Sus ademanes de ex-boxeador siempre derrotado acompañan la fiereza mansa pero firme de su mirada. Se enciende la colilla de un puro mientras mira tranquilo como Chantal corre por el árido páramo.

Una barra circular enmarca una pista donde las chicas bailarán suave, moviendo bien el culo, alzándose sobre sus tacones, bajo las luces estroboscópicas. Más allá una puerta conduce a unas escaleras. Allí las paredes están pintadas de color dorado y se nota la suciedad de tantos dedos que la han reseguido hasta el piso superior.

Chantal apenas puede con los tacones por todo aquel terreno agreste. La ropa ajustada le aprieta, le molesta demasiado. Quisiera desnudarse entera, descalzarse y correr hasta volar. Pero sabe que no puede. Y no quiere parar. Se gira de nuevo y grita muy fuerte en dirección al hombre que la mira desde la puerta, con su camiseta imperio, su puro, su aire de superioridad. Cree distinguir como él se ríe. Un impulso de rabia le hace renovar sus esfuerzos por correr, salir de allí. Se cae, se detiene un solo segundo. No, no puede ser. Tiene que continuar, aguantar las lágrimas aún un poco más.

Un fluorescente azul ilumina parcamente el pasillo del piso superior. Las puertas parecen endebles, los números dorados hace tiempo que no relucen en ellas. Al fondo del pasillo hay una ventana abierta; desde allí se ve el horizonte, el perfil de la ciudad a lo lejos. Desde allí en este momento se podría ver la figura un tanto perdida de Chantal corriendo desesperada por aquel erial, cayéndose y levantandose. En el suelo también enmoquetado una mancha oscura se desliza por debajo de la puerta marcada con el número 15.


Pero no puede detenerse, sabe que no. Aunque puede que todo esté perdido. Que no se puede sobrevivir después de engañar a Cazo. Pero la ciudad está allí, y ahora que anochece se encienden las farolas, y se distingue la torre de la iglesia, y más cerca los suburbios. No es más que un pueblo grande, feo y sucio que adolece en medio del desierto, una parada en la ruta de una carretera, una campa para camiones. Chantal corre desesperada, siente que le oprime el pecho, que si sigue así no podrá respirar, pero no puede detenerse. Recuerda la sangre, el olor de la sangre sobre todo. Huir, debe huir, salir de allí, coger el avión como le dijo Carlos... No. No puede ser. Chantal se detiene aterida, asustada. se detiene de improviso, como atacada por un rayo paralizante. Ha salido tan corriendo que lo ha olvidado, lo ha olvidado. Dios mío, se dice, qué demonios voy a hacer ahora.

Tras la puerta quince un hombre aparece tumbado en el suelo en una postura extraña. De su pecho mana aún la sangre. La misma que encharca la moqueta con su color espeso. Tres disparos. Sobre la mesita el desorden. Una botella de tequila, una raya de coca aún intacta junto a su billete enrollado, un paquete de tabaco abierto. La colcha está en el suelo. Encima de la cama yace un sobre abierto. de él sobresalen dos billetes de avión. Más allá hay un pasaporte con un nombre extraño y la foto de Chantal.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Chantal nunca estuvo en el numero 15, o nunca se hubiese fijado en un simple numero de una calle. Siempre podia tener a alguien esperando en la puerta que la subiera. Ella no se hubiese dignado a recordarle a nadie donde vive. Su oficio no era ese, era el suyo, el nuevo, el otro

isabel sala dijo...

y cómo sigue la historia?...

Elena dijo...

Hola, soy Carmen, tu alumna de la casa invisible

Chantal

Por primera vez desde hacia mucho tiempo se encontró tranquila, suspiró casi inaudiblemente y toco, una vez mas, el bolso de mano que había puesto en su mismo asiento del avión, quería tenerlo bien cerca, aunque era consciente de que esto le daba una imagen demasiado posesiva del bolso, y para nada quería parecer ansiosa pero era incapaz de no volver a tocarlo una y otra vez. Lo mimaba con la misma ternura que se acaricia a un niño pequeño después de tener algún dolor infantil, algún contratiempo que necesita el consuelo materno.
Sus largas piernas rozaban el asiento delantero y le producían dolor en las rodillas destrozadas. Ocultaba Chantal estas heridas bajo un ajustado pantalón vaquero, una sencilla camiseta blanca y unas zapatillas Victoria. Eran todo su atuendo, no quería llamar la atención, pero aun así Chantal no dejaba indiferente a nadie. Rubia, alta, de medidas insultantemente perfectas, rara vez pasaba desapercibida.
Empezaba una nueva vida, lejos, muy lejos del Madrid sórdido en el que había crecido y del misero club de alterne al cual la llevaron las circunstancias. Una delirante construcción en un descampado de las afueras de Almería; seco, polvoriento, sin tierra, ni árboles, solo cascotes de material de derribo, algunos matorrales esparcidos por aquí y por allá, como esos focos de pelos que les quedan a los hombres de mediana edad, que cuidan avariciosamente como si fueran sus últimos ahorros, repartiéndolos, tapando agujeros y estirándolos con una paciencia patética.
Entre los matorrales se encontraban los restos de los restos de la ciudad; jeringas, paquetes de tabaco arrugados, papel de aluminio quemado, orines, mierda… basura de la más baja estofa social.
Recordó con irónica sonrisa una de las frases favoritas del dueño del club: no hay atajo sin trabajo y así entre las caricias que le dirigía a la bolsa y esta machacona frase, Chantal fue entrando en un merecido y tranquilo sueño.

Elena dijo...

Cazo

Cazo tenía algunas verdades universales que aplicaba según los acontecimientos le sugerían unas u otras. Había recibido tantos golpes en su vida de boxeador y no boxeador que su cabeza no era capaz de retener poco más que cuatro cosas. Él decía que así había simplificado el mundo y que los puñetazos recibidos en la cabeza habían logrado el milagro de la síntesis, algo así como una compresión de ideas, como si su cabeza se la hubieran metido en un compresor y como único jugo saliera esa simplificación del mundo. La realidad es que si empezaba a tomar el hilo de su vida, la amalgama de recuerdos le formaba en su mente una liana como de troncos retorcidos, una pantalla mental que desembocaba en un fino y agudo chirrido de taladro en su cabeza, seguido de un dolor, igualmente, agudo. Entonces Cazo se refugiaba en su propia letanía de “verdades” y así se iba pasando el dolor y la desazón. Claro que también de ayudaba de una raya.
Era poca su ciencia pero ciertamente para el escaso horizonte que veía dentro y fuera de su club de alterne casi le sobraba.
Como recordó Chantal “no hay atajo sin trabajo” era una de ellas. Esta frase la aplicaba a su “dura” responsabilidad como jefe del tugurio que regentaba.

Elena dijo...

Otra frase genial de Cazo es que el mundo se dividía entre los que cagan duro y los que cagan blando, y él cagaba duro como es de imaginar. Que todas las mujeres eran putas menos su madre que había sido una santa.
Pero la genialidad máxima la había leído en un retrete de algún bar de alguna parte:
De lo único que te puedes fiar en este mundo es de tu p..que jamás te dará por culo.
Le pareció tan grande esta verdad que la repetía unas veces bien ubicada y otras sin venir a cuento. Así si algún cliente le contaba un tema de desamor, sacaba la frase de las putas, su madre o de la traición, si la cosa era algo que necesitaba resolverse con peleas pues hacía referencia a su excelsa división del mundo…
Su aspecto era forzudo, tatuado con una de sus frases “amor de madre”, camiseta imperio, nariz destrozada así como sus dientes, entre 45 y 50 años. Todo un macarra en toda regla.

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