jueves, 22 de abril de 2010

Últimas palabras

El joven recepcionista miraba un pequeño televisor cuando bajé a la recepción a tomar el teléfono. Me hizo una seña sin mirarme. En la pantalla N'Gambé aparecía en fotos retrospectivas alternadas de torpes barridos de cámara de calles de Uadigbé atravesadas por tanques a todo trapo o camiones cargados de militares armados. Joshck, mi colega de la agencia de noticias checa, sonaba al teléfono con la frialdad del reportero que ya cuereado. Me avisaba de que las tropas del General Digou ya habían llegado a Kehrmer cuando él salió de la capital como alma que lleva el diablo, lo cuál significaba que a esas alturas ya la habrían tomado. Él había aprovechado el paso de una furgoneta de reparto cargada de gente con la que había llegado a la frontera del norte, y de ahí por fin a Ouarzarés, entre el desierto y el atlántico. Patrullas y piquetes incontrolados del partido de N'Gambé habían salido por calles, poblados y caminos ametralladora en mano. Borrachos perdidos gritan consignas, disparan al aire con sus ametralladoras junto a muchachos de mal aspecto con machetes en la mano. Embebidos de poder. Sabían que nadie les controlaba. Yo ya he tenido la ingrata oportunidad de ver la ristra de cadáveres mutilados en las cunetas de la deslavazada carretera que nos había traído hasta esta precisa barriada de la bahía de la ciudad de Ogbadén donde llevaba tres días esperándole. Ayer todavía aparecía N'Gambé en el televisor apabullado por la ovación de la gente que coreaba con alegría su nombre en la misma avenida que ahora hollaban con estrépito los tanques. Mi estancia contemplativa esperando el inicio de el festejo de celebración de la famosa Negritude con que se había empeñado el presidente N'Gambé se interrumpía bruscamente. Era muy consciente de que, sin más tardanza, debía buscar por todos los medios la manera de llegar al paso fronterizo de Boudika y de allí a Duagbarí. Pero no había manera de salir a la calle sin que te descerrajaran un pistoletazo las bandas de incontrolados y descontrolados que a todas luces -tres cadáveres en la acera de enfrente- señoreaban ya la ciudad. Aún así lo intenté. Al llegar a la esquina de la Avenida de la Independencia vi una patrulla registrando a dos mujeres. Las tiraron al suelo y les dispararon a bocajarro. En esas entré sin dilaciones en un bar oscuro. El dueño, tras la barra, me miró como si pudiera fundirme con una de sus miradas. después sacó un machete. Salí de nuevo y volví tras mis pasos medio agazapado entre los coches que queedaban aparcados en la Avenida. La cosa pintaba fea. Intenté llamar a Joschk, a la embajada, a un amigo que conocía en gobernación -decir amigo quizá fuese demasiado, tan solo le hice una entrevista- pero no conseguí comunicación alguna. Subí al cuarto a ordenar mis pensamientos. Esa noche dormí mal. Trombas de mosquitos atestaban la habitación, se colaban por entre las fosas nasales. En la noche sonaban ráfagas aisladas de armas automáticas, cristales que se rompían, berridos incomprensibles, motores que bramaban. Sabía que iba a morir, soñé con mi cuerpo en una cuneta. El recepcionista vino al rayar el alba para decirme que bajo ningún motivo se me ocurriera salir de la habitación. Aún así, -continuó- no creía que yo pudiera seguir viviendo hasta la noche de aquel día. Sentí la garganta seca, la sangre detenida en las venas. Le pregunté si había posibilidad de conseguir un transporte, algo a lo que sostenerme en mi desesperación. Me miró con media sonrisa y se fue. Ahora sé que no hay más posibilidad. en cualquier momento sentiré el repicar fiero de las botas militares en los escalones, los violentos golpes en la puerta hasta llegar a derribarla, el vocerío de la soldadesca, quizás la ráfaga de metralleta que ha de atravesar mi cuerpo, que horadará mis pulmones, atravesará mi corazón, perforará quizás mi garganta, entrará en las entrañas. No tengo tiempo para reflexionar sobre cómo será mi muerte. Soy corresponsal y sé que estas pueden ser las últimas palabras que escriba.

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