martes, 2 de marzo de 2010

Medalla de plata

Murió su hijo. No debiera haber sucedido. Cruzó una autopista en plena noche, ya se sabe, la inconsciencia de la juventud. Su cuerpo fue trasladado al hospital, donde confirmaron su muerte. Ella y su marido fueron hasta allí. No había dónde aparcar. Apenas tenían palabras. La muerte ama a los jóvenes, le excita su apasionamiento, su temeridad, su deseo de vida. Su desafío. Después vino el entierro como una nube oscura, y así muchos días más. Al cuarto mes decidieron que tenían que salir, volver poco a poco a hacer la vida que hacían antes. Era difícil. En el escaparate de una pequeña joyería de un centro comercial vieron medallas de plata en las que era posible grabar la imagen de una foto. Sacaron la foto del hijo que ella guardaba en la cartera. Pidieron dos medallas. Esperaron en la cafetería de la tercera planta, sin hablarse apenas, observando a la juventud saliendo de los cines, trasegando hamburguesas, correteando de un lado a otro con sus ropas de colores, sus peinados extraños, sus minifaldas demasiado cortas, su risa tan escandalosa. Se pusieron las medallas y se miraron a los ojos. Pagaron y se fueron. Dos años más tarde ella se durmió, una tarde, bajo un viejo roble cerca de la casa de sus padres en el pueblo. Cuando despertó, sintió algo extraño. En un gesto rápido descubrió que la medalla ya no estaba colgada de su cuello.

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