martes, 2 de marzo de 2010
Mar
Tras las montañas de Teohuacán, con sus carreteras enrocadas en las verdes lomas aparece el mar azul y eterno. De lejos sigo escuchando las voces. No dicen nada en particular son como gorgojeos alegres como de una exaltada estimación de la vida, pero con un eco atubado, como si sonaran detrás de una pared. El mar se sentía cada vez más cerca y el alma se sentía expectante. La senda serpentaba en suave descenso, y ya aparecían los primeros signos de vida civilizada. Tiendas de motocarros, supermercados, centrales de distribución, puestos de fruta a pie de arcén, centrales de alquiler de apartamentos, coches, barcas; excursiones guiadas, clubs de copas con las luces de neón apagadas. En la plaza del pueblo se posan bandadas de palomas y dos señoras indias venden alpiste para echarles y que vengan a comer en tu mano. Queda muy bien en las fotos. Más allá, los volksvagen escarabajo descapotables pasan haciendo ruido de traqueteo metálico. El sol está empieza a asomar en la calle de las taquerías, todavía cerradas. Acabo en el centro de buceo, apenas un pequeño local con gafas e instrumentos de buceo ya viejos y cubiertos de polvo. Firmar los papeles, atender las instrucciones, recoger el material, esperar la furgoneta. Tras el zumbido sostenido del motor, sigo escuchando de fondo las voces, ni un ápice más nítidas que antes. Pero no importa lo que dicen, no necesitan palabras, los recuerdos que traen suelen escocer; su luz ya tan distante, ahoga. ¿Quién necesita más? Palmeras, un camino de tierra. El mar aparece suavemente azulado tras la arena blanca. Me baño mientras el resto de mi grupo espera en la orilla, sentados de cualquier manera, a que venga la otra furgoneta con las bombonas. El agua está caliente y retozo alegremente. Acabo probando las gafas, chapoteando como un delfín. Luego salgo y me seco con la toalla que traía y que he dejado de cualquier manera. El monitor explicando sus cosas, una canadiense añade su opinión in english, las aletas. Llega el camioncito con dos personas más y empezamos a cargarnos la espalda con las botellas. Entrar en el agua, como en un bautismo, es una alivio. Allí donde vivíamos, el mar no estaba a más de tres manzanas, pero íbamos poco. Una claridad densa sobre el fondo del mar, liso al principio y estriado después. Ondas, espeso azul, la respiración acompasada, más blanco, movimiento, un mundo ajeno. Al salir a la superficie para limpiar las gafas, veo la orilla un tanto lejos. Siguen allí las palmeras, el coche amarillo aparcado en una barraca de playa junto al acceso por dónde entramos. El rumor de las olas. Bajo el cielo un nuevo cielo donde todo cambia de intensidad y densidad. Por lo demás silencio. Simplemente silencio. Solo el rugido de la respiración, las burbujas ascendiendo hacia la superficie. Todo lo demás, silencio. Cuando aparece el monitor llamándonos con un gesto para que volvamos me entretengo aún un poco entre las dunas, por donde veo un banco de peces de extraña forma. Silencio. Y sólo pienso en qué será de mi vida cuándo salga del agua.
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