viernes, 26 de marzo de 2010

Dragón

Empezó por afición, hacía carantoñas en los márgenes de las libretas cuando era pequeña. Ya se sabe, dibujitos, ensoñaciones, caras extrañas, animalejos. En el colegio hizo un dibujo de una flor saliendo de un libro, con un fondo difuminado en que aparecía un dragón y un castillo, y nubes gordas y blancas como de algodón, y pájaros que volaban al sur. A las maestras le gustó tanto que mandaron enmarcarlo, y allí tuvo que verlo durante años, en el pasillo del hall de entrada cuando iba creciendo y las faldas le quedaban cortas. Y también se lo quedó mirándo fijamente durante lo que le parecieron horas, aquel día que manchó y estuvo esperando a que vinieran a recogerla allí sentada, sola, en el banco del recibidor, frente al despacho de la Madre Abadesa. Y el día en que salían, con toda la fiesta de graduación, le echó un vistazo final, presuponiendo que sería la última vez que lo vería. Ya le daba hasta vergüenza reconocerlo como suyo, por que por aquel entonces, después de que doña Marta le insistiera tanto, había empezado a asistir al taller de dibujo de un don Carlos, al final de la Avenida Flores, cuando en Teohuacán el viento aún bajaba libremente desde las montañas de la sierra Tupuy. Cogía el colectivo 37 cargada con su gran carpeta y su estuche lleno de acuarelas. Y don Carlos le decía que afinara el trazo, y le enseñó a dibujar de un solo movimiento de la mano, preciso, evocador. Salvador, muchacho aún, la dibujó sentada en el colectivo de vuelta, y ella no podía parar de sonreir. Se sentía feliz, claro. Y bajaron frente a la farmacia de Villa Encinas y él bajó con ella, y la acompañó hasta la esquina de su casa. Allí le tomó la mano y la atrajo hacia si apartados de la luz de las farolas. Luego vinieron paseos por los Jardines Buenaventura, muy cerca del parque de Artillería de donde salieron los milicos el día aquel, y después estuvieron muchos días encerrados en casa. Les hablaron, en voz muy baja, del carro verde que paraba en un portal, y aunque comenzaban a sospechar, aún no sabían nada de cierto sobre desaparecidos. El carro paró una vez en el bloque de enfrente y mamá comenzó a llorar muy en silencio. Los días se volvieron grises, pero nunca llovía. Pasó mucho tiempo hasta que la dejaron volver a las clases. El colectivo iba casi vacio y en las calles, entre comercios cerrados, la gente se miraba torvamente, con desconfianza. Salvador no volvió a las clases. Casi nadie lo hizo. Casi sola, sentada frente al caballete, notó que una lágrima rodaba por su mejilla mientras pintaba una flor saliendo de un libro, con un fondo difuminado en que aparecía un dragón y un castillo, y nubes gordas y blancas como de algodón, y pájaros que volaban al sur, siempre al sur.

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