domingo, 14 de marzo de 2010

Sobre el cielo

Todos los días escribe una hora. Escribe a su hija Clarita que está en el colegio Santa Teresita más allá de los suburbios de la capital y de las vías del tren. Allí hay parques con bancos y lindos parterres. Hay institutos de Ciencias, de Ocupaciones Profesionales, de Contabilidad y Oficinas, todos ellos con bonitas fachadas de las que cuelgan banderas. Las avenidas que parten de la parada de colectivos de General Cardona están pespunteadas por frondosos robles. También escribe a su hijo José Carlos, escribe a su hermano Fabián, manda recuerdos para tía Carmela. Prepara los sobres, escribe cuidadosamente el destinatario y el remitente, les pone un sello, pasa la lengua por los bordes engomados. A esa hora empieza a sentirse perceptiblemente el ruido de mesas arrastradas, cristales que chocan, voces, puertas que se cierran. Por los pasillos que conducen a la sala comienza el taconeo incesante, las risas, los comentarios en un bisbiseo incomprensible, el ruido de llaves. Comienza la música. Guarda los sobres, se atusa el pelo y toma una crema que reparte por sus piernas con la mirada perdida en los entresijos del valle de Teohuacán. Como cuando la llevaba su papá a través de toda la barriada de Ciudad Requena para pasarla con la abuela. Las escasas farolas atraían miles de mosquitos que burbujeaban alrededor de la luz. Más allá Rincón Jardín y su explanada rodeada de cocoteros, el Centro Delícias donde en su comunión comieron todos Sancocho y ella bebió cerveza por primera vez. Allí perdió el abuelo Felipe el reloj. En la sala los hombres se apiñan en una barra. Van en pequeños grupos. Hablan solo ocasionalmente, rehuyen la mirada. Dejan la vista perdida bajo los focos, beben lentamente. Las chicas llevan ropas chillonas, pasean alrededor de la barra, de los sillones, de las máquinas tragaperras. El suelo refleja el intermitente destello de los focos. Los hombres las acarician con miedo, con incerteza, con rencor oculto, con desidia, con escrúpulos, con nostalgia. A las seis de la mañana recibe una llamada perdida en el móvil. Se viste de nuevo los jeans que dejó cuidadosamente doblados, sale a la puerta y al poco llega el BMW al que corre a sentarse. Una franja azulada orea de una luz difusa el engrudo pesado de la noche sobre el polígono, con sus naves industriales, sus chimeneas, las altas torres, la ciudad al fondo, más allá del aeropuerto. Las calles pasan tras el parabrisas. En su regazo, en sobres de color sépia lleva las cartas que escribió doce horas antes. Le dice a su hijo que quiere que se haga un hombre de provecho, y para eso hay que saber hacer cuentas y escribir composiciones, y hacer todo lo que dice el maestro. Que el día de mañana nada le va a venir regalado y que va a tener que trabajar muy duro. Para empezar va a tener que cuidar bien de su hermana y velar por que no le falte nada, pero ella siente que él es el hombre más bueno que ha conocido y sabe que va a poder estar siempre orgullosa. Mañana volverá a escribirle. También a su hija. Mañana les hablará de cómo suena el mar tras su ventana cuando empieza a amanecer, y siente que le pesan los párpados, mecida en el oleaje, y se queda dormida con la imagen de opaco tono sépia que toma el cielo cuando el sol despunta y las cartas con sus papeles blancos y sus escritura de fina caligrafía vuelan bajo las nubes y sobre el cielo, como pájaros que al amanecer retoman el rumbo de vuelta a casa.

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