miércoles, 10 de febrero de 2010

Ángel caído

Más tarde, releyendo el atestado, descubrí que llevaba así tres días con sus noches, sin notar frío ni calor, ni ver más allá de los pinchazos tras los ojos, simplemente deambulando. La sombra de los barrotes se estampaba contra el techo, y pensé en mis padres antes de que tuvieran nombre, en la chocolatería de la calle 15 que atraqué con Bradford y Jane, cuando Bradford aún era un adolescente sin temor a la vida ni trazas garabateasen su destino, cuando jane era una muchacha inocente de mirada eterna. Aquí un hijo de puta se va a follar a tu madre, decía una pintada en la pared. la luz, aunque lejana y ténue, no se apagaba nunca. El hierro de las rejas estaba helado. Pensé en el espectáculo de una vida, en programas de televisión que nunca reeditarán, en mis pies heridos, en las luces de la ciudad desde el mirador. Pensé en mi celda, en la saliva en mi boca, en la fuerza que me permite mover los dedos, las manos. Pensé en el aire que respiro, en los ruidos del tráfico al amanecer en la ciudad, en la luna reflejándose en los charcos de vuelta de la escuela nocturna. Un guardía pasaba a vigilar las celdas cada cierto tiempo. Lejos se oían voces, sordos lamentos, gruñidos de desprecio. Pensé en mi sangre recorriendo infinitamente mi cuerpo a gran velocidad, absorbida y luego de nuevo empujada por los latidos de mi corazón. Si quieres ser una víctima, adelante -le dije a Jane- Yo no pienso mover un dedo para evitarlo.

Por lo visto sí lo hice.

Aún así, no sé cómo he llegado hasta aquí.

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